¡Qué raro, huele a humo, ¿No te huele a humo, Cali?
No, qué extraño, Ni siquiera está el altar prendido. Voy a ir a ver, ustedes quédense.
Al empezar la ceremonia, luego de que las personas se colocaran cada quien, en su lugar de la cena, esto en el área destinada para el salón principal del restaurante mejor conocido como el Taller del Artista, nada podía trasgredir la paz de la fiesta celebrada por los comensales, miembros de uno de tantos grupos culturales que el artista Cali Rivera atendía año tras año en su espacio, hito para la cultura de Tres Ríos y que junto a su trayectoria artística, le valdría el merecido premio Víctor Manuel Fonseca. Condecoración que coincidió con el año en que un siniestro, perpetuado aún por intensiones que nunca se esclarecieron, devoró su hogar, santuario para muchos que disfrutaban del arte en todas sus devociones.
Yo entro, veo una sala repleta de elementos decorativos interesantes, los intento decodificar en mi mente y definitivamente son piezas que deberían más bien estar en un museo que en una casa de habitación. Pero es que se trata de otro escenario. El santuario de Rivera se ha vuelto a levantar de las cenizas, tal como lo hubiera hecho el Ave Fénix en tiempos y memorias ancestrales. Desde que despuntaba los cuatros años de edad, este versátil artista ya cantaba, soñaba con deidades y tenía avistamientos de seres de luz que visitaban su estancia. Mandó por mucho tiempo cartas a asociaciones artísticas sin ser respondido, pero claro. Aún estaba muy joven, y estábamos lejos de descubrir el nuevo rumbo que tomaría como realizador estético, el cual también ha incursionado en otras disciplinas del arte, tales como lo audiovisual cuando vivía en los Estados Unidos, o el modelaje cuando tuvo su propia agencia, la conocida “Trapho” Promotora de Modas. Vivir en Guatemala y su periplo por Europa marcarían un antes y un después en su trabajo creativo.
También estudió tres años arquitectura, se decidió por la publicidad y realizó una maestría en Mercadeo y Comunicación. Recibió clases con el maestro colombiano-sueco Arvid Röström. y fue ayudado en un principio por sus amigos Mario Maffioli, Fabio Herrera y Albán Camacho Lobo, también pintores, a levantar lo que se ha convertido en su proyecto de vida: “El Taller del Artista”, centro cultural de carácter variopinto, que además de poseer hospedería, galería, camerino, espacio de proyecciones, teatro y salón para telas, fue por mucho tiempo símbolo del apoyo desinteresado hacia la movida pictórica no solo costarricense sino allende las fronteras.
Tuvo mucho éxito a nivel comercial, menciona, con una selección de trabajos suyos cuyo contenido eran mujeres con flores, propuesta contraria a lo que los eruditos de hace dos décadas opinaban sobre tales representaciones. Esto situó en su personalidad lo que serían posteriormente sus principales características. El valor y la persistencia.
_!!!Cali…la casa se quema!!!!